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Cuando la oración no es tal

En cuanto a la oración, la salud espiritual es un asunto del corazón.

por Sandy Feit

¡No quiero ser la hija mayor!” Esta se ha convertido en mi angustiosa respuesta a la inversión de papeles en que me encuentro –de ser una “madre” para mi madre–, y a las decisiones cada vez más serias que rodean a la atención terminal de una persona. No es que me queje de la tarea. Por el contrario, veo el cuidar de mamá como un privilegio, que no cambiaría con mi hermano o mi hermana, que viven fuera del estado. Pero este es un honor severo, y a pesar del apoyo de mis hermanos y de sus visitas tan apreciadas, he estado sintiendo el peso y la soledad de esta responsabilidad.

Hay también otra dimensión. Estoy preocupada por mamá, espiritualmente. Por más de tres décadas, Dios me ha estado escuchando pedir, rogar y clamar en favor de ella. Pero con cada día que pasa, mi sueño de ver respondida esta ferviente oración parece menos probable.

Como resultado de esto, vivo en la tensión de Marcos 9.24, el versículo donde el padre desesperado grita: “¡Ayúdame en mi poca fe!” (NVI). En este perturbador estado, la línea que hay entre la fe y la duda se vuelve borrosa. Yo estoy segura de que Dios puede, pero no tengo la certeza de que lo hará. Después de todo, he sido testigo de sus milagros en otras personas, así como de la mía, pero también lo he visto decir “no”.

Por eso, pienso en lo que sí estoy segura: que no puedo mover la mano de Dios; que no debo abusar de Él, o que no debo tentarlo (Dt 6.16); que la arcilla no tiene por qué decirle al alfarero lo que debe hacer (Is 29.16).

Y repaso la manera como Él quiere que oremos. ¿No nos dice el Señor que le presentemos nuestras peticiones (Fil 4.6), y que lo hagamos sin cesar (1 Ts 5.17)? ¿No nos asegura Él que nuestras fervientes oraciones pueden mucho (Stg 5.16)? Así que, le recuerdo su promesa que apoya lo que yo deseo–que Él no quiere que nadie perezca (2 P 3.9); que Él es aquel que “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Ti 2.4). Y, como nos invita Él en Mateo 7.7, yo sigo pidiendo, buscando y tocando.

¿Por qué, entonces, mi ardor por orar “bien”, me lleva de alguna manera a una situación que está en contra de la intención misma de Dios en cuanto a la oración? Yo soy fervorosa. Sin embargo, con el paso del tiempo, en su silencio que se prolonga, y ahora con el empeoramiento de la condición médica de mamá, mis sinceras súplicas están sonando como peticiones mecánicas. ¿Pudiera ser esto la repetición vana contra la cual nos advierte Mateo 6.7? ¿Creo que por mi mucha palabrería seré oída?

Cuando me detengo a pensar en esto honestamente, me doy cuenta de que la desesperación ha convertido a la oración en un frenesí. Dios les dice a sus justos que clamen (Sal 34.17), pero al hacerlo, aún puedo detectar una falta de fe que daña mi obediencia. O por lo menos, mi celo arruina cualquier posibilidad de “estar quieta”, de “echar de mí la ansiedad” o simplemente de acercarme al Señor para tener descanso (Sal 46.10; 1 P 5.7; Mt 11.29).

En el curso de una semana, dos cristianos distintos observaron mi extenuación (¿desesperación?) y me aconsejaron –uno de ellos lo dijo enérgicamente– que dejara de orar por esta petición. Fue una sugerencia que me sacudió. En vez de eso, le dijeron a mi esposo que orara por ese resultado específico, pero a mí me aconsejaron que me centrara en otra cosa: en la fidelidad y la ayuda de Dios, y en las muchas garantías de su amor que se encuentran en las Escrituras.

Evidentemente, reconocieron que, en este caso, la oración se había convertido en algo distinto a la oración misma. Me había esforzado por hacerlo todo conforme a la Biblia, pero al hacerlo, la dependencia de la absoluta confianza en Dios se había convertido en un intento legalista de tener yo el control. A pesar de mis mejores esfuerzos y de mis buenas intenciones, la manera como oraba estaba teñida de incredulidad, y de hecho alimentando mis dudas y mi desasosiego.

El consejo de “cesar y desistir” me impactó, al permitirme observar la realidad de cómo me acercaba a Dios en la soledad de mis responsabilidades. Y aunque aún tengo que mejorar, al menos veo que la solución a “ser la mayor” es simplemente venir al Señor, confiada, como un niño pequeño (Mt 19.14). Y la solución a la sensación de sentirme sola, es darme cuenta de que nunca lo estoy.

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