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18:34
En cuanto a la oración, la salud espiritual es un asunto del corazón.
por Sandy Feit
¡No quiero ser la hija mayor!” Esta se ha convertido en mi
angustiosa respuesta a la inversión de papeles en que me encuentro –de
ser una “madre” para mi madre–, y a las decisiones cada vez más serias
que rodean a la atención terminal de una persona. No es que me queje de
la tarea. Por el contrario, veo el cuidar de mamá como un privilegio,
que no cambiaría con mi hermano o mi hermana, que viven fuera del
estado. Pero este es un honor severo, y a pesar del apoyo de mis
hermanos y de sus visitas tan apreciadas, he estado sintiendo el peso y
la soledad de esta responsabilidad.
Hay también otra dimensión. Estoy preocupada por mamá,
espiritualmente. Por más de tres décadas, Dios me ha estado escuchando
pedir, rogar y clamar en favor de ella. Pero con cada día que pasa, mi
sueño de ver respondida esta ferviente oración parece menos probable.
Como resultado de esto, vivo en la tensión de Marcos 9.24, el
versículo donde el padre desesperado grita: “¡Ayúdame en mi poca fe!”
(NVI). En este perturbador estado, la línea que hay entre la fe y la
duda se vuelve borrosa. Yo estoy segura de que Dios puede, pero no
tengo la certeza de que lo hará. Después de todo, he sido testigo de
sus milagros en otras personas, así como de la mía, pero también lo he
visto decir “no”.
Por eso, pienso en lo que sí estoy segura: que no puedo mover la
mano de Dios; que no debo abusar de Él, o que no debo tentarlo (Dt
6.16); que la arcilla no tiene por qué decirle al alfarero lo que debe
hacer (Is 29.16).
Y repaso la manera como Él quiere que oremos. ¿No nos dice el Señor
que le presentemos nuestras peticiones (Fil 4.6), y que lo hagamos sin
cesar (1 Ts 5.17)? ¿No nos asegura Él que nuestras fervientes oraciones
pueden mucho (Stg 5.16)? Así que, le recuerdo su promesa que apoya lo
que yo deseo–que Él no quiere que nadie perezca (2 P 3.9); que Él es
aquel que “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al
conocimiento de la verdad” (1 Ti 2.4). Y, como nos invita Él en Mateo
7.7, yo sigo pidiendo, buscando y tocando.
¿Por qué, entonces, mi ardor por orar “bien”, me lleva de alguna
manera a una situación que está en contra de la intención misma de Dios
en cuanto a la oración? Yo soy fervorosa. Sin embargo, con el paso del
tiempo, en su silencio que se prolonga, y ahora con el empeoramiento de
la condición médica de mamá, mis sinceras súplicas están sonando como
peticiones mecánicas. ¿Pudiera ser esto la repetición vana contra la
cual nos advierte Mateo 6.7? ¿Creo que por mi mucha palabrería seré
oída?
Cuando me detengo a pensar en esto honestamente, me doy cuenta de que
la desesperación ha convertido a la oración en un frenesí. Dios les
dice a sus justos que clamen (Sal 34.17), pero al hacerlo, aún puedo
detectar una falta de fe que daña mi obediencia. O por lo menos, mi
celo arruina cualquier posibilidad de “estar quieta”, de “echar de mí
la ansiedad” o simplemente de acercarme al Señor para tener descanso
(Sal 46.10; 1 P 5.7; Mt 11.29).
En el curso de una semana, dos cristianos distintos observaron mi
extenuación (¿desesperación?) y me aconsejaron –uno de ellos lo dijo
enérgicamente– que dejara de orar por esta petición. Fue una sugerencia
que me sacudió. En vez de eso, le dijeron a mi esposo que orara por ese
resultado específico, pero a mí me aconsejaron que me centrara en otra
cosa: en la fidelidad y la ayuda de Dios, y en las muchas garantías de
su amor que se encuentran en las Escrituras.
Evidentemente, reconocieron que, en este caso, la oración se había
convertido en algo distinto a la oración misma. Me había esforzado por
hacerlo todo conforme a la Biblia, pero al hacerlo, la dependencia de
la absoluta confianza en Dios se había convertido en un intento
legalista de tener yo el control. A pesar de mis mejores esfuerzos y de
mis buenas intenciones, la manera como oraba estaba teñida de
incredulidad, y de hecho alimentando mis dudas y mi desasosiego.
El consejo de “cesar y desistir” me impactó, al permitirme observar
la realidad de cómo me acercaba a Dios en la soledad de mis
responsabilidades. Y aunque aún tengo que mejorar, al menos veo que la
solución a “ser la mayor” es simplemente venir al Señor, confiada, como
un niño pequeño (Mt 19.14). Y la solución a la sensación de sentirme
sola, es darme cuenta de que nunca lo estoy.
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ESTEREO EMANUEL
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